Es difícil reprimir una profunda tristeza cuando muere un revolucionario que encarnó la historia y los ideales de su país y de Nuestra América, y que dedicó su vida a convertirlos en realidad. Un revolucionario bolivariano que además de sus ideas e ideales llevaba en sí lo mejor de ese calor humano, de la empatía, sinceridad y solidaridad que emanan de nuestros pueblos mestizados, cualidades que explican esa profunda y creciente complicidad que fue desarrollando con el pueblo venezolano para implantar la justicia y revolucionar la sociedad, y que tanto impacto ha tenido y tendrá en los otros pueblos de Nuestra América.
Y aunque sabemos que su ejemplo y sus ideas perdurarán en Venezuela y en toda América Latina, donde Chávez deja el precioso legado de haber contribuido decisivamente a hacer realidad la unidad e integración de nuestra región para reducir la pobreza y erradicar la miseria, para emprender nuevas días de desarrollo económico y social, para hacer efectiva la independencia y soberanía de cada una de nuestras naciones, no por ello dejará de faltarnos la alegría, el amor y la convicción que irradiaba.
Pero esta nota es también para hablar de la siniestra contrapartida a ese amor y fervor revolucionario que irradió y seguirá irradiando en Venezuela y Nuestra América la figura y los ideales de Chávez. Esa contrapartida es el odio que destilaron y seguirán destilando quienes lo combatieron, denigraron y hasta el último momento buscaron eliminarlo para hacer una contrarrevolución que les permitiera retomar el control de Venezuela y de la región.
Hace unos años me pregunté, y también me preguntaban mis colegas canadienses, de dónde venía ese odio tan visible en la prensa y los círculos políticos de Canadá y Estados Unidos, y también en las elites de algunos países latinoamericanos y muchos países europeos. ¿Era solo por sus ideas revolucionarias, porque ganaba las elecciones limpiamente y estaba dando “un mal ejemplo” en América Latina al impulsar la eliminación de la pobreza, la educación y un techo para todos, porque afectaba a poderosos intereses privados nacionales y extranjeros?
Sin duda alguna esas eran las razones principales, pero detrás había otra, también imperdonable, que sentí muy bien en las ocasiones, cuando siendo corresponsal en Canadá para la agencia mexicana Notimex, sacaba la cuestión de las políticas de Chávez en entrevistas y conversaciones con políticos, empresarios, periodistas y “expertos” de Canadá, Estados Unidos y Europa.
El odio de clase, perfectamente comprensible, venía (y viene) muchas veces acompañado del desprecio que muchas de esas personas sienten, desde el “mirador” de sus “culturas civilizacionales”, hacia los latinoamericanos, y más aún hacia líderes –porque ya tenemos a nuestro Evo Morales en Bolivia- que representan perfectamente, en su propia persona, el mestizaje, el renacimiento de las culturas y naciones originales, la amplitud cultural, la sencillez, franqueza y determinación de nuestros pueblos.
Desde hace más de dos décadas las oligarquías y el imperialismo consideran como absolutamente inadmisible que Venezuela, país con la mayor reserva petrolera del mundo, tuviese un Presidente que además de ser revolucionario fuera un mestizo que tenía la mala costumbre de dialogar mano a mano con su pueblo, de escucharlo, de celebrarlo con toda alegría y de organizarlo para defender los intereses nacionales.
Tampoco le perdonaban su franqueza y el no respeto de la “etiqueta y los buenos modales” diplomáticos cuando se trataba de defender los intereses de Venezuela y de América Latina, y mucho menos de haber dado una contribución decisiva para impedir que los pueblos de la región quedasen sometidos al Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), como quedó en claro en la Cumbre de las Américas de Québec, en el 2001.
Lo que acabo de escribir lo escuché de la boca de un ministro del gobierno de Canadá, a la salida de una reunión que el primer ministro canadiense Stephen Harper había tenido con el entonces Presidente de México, Vicente Fox, en Ottawa.
Las oligarquías del Imperio, como dejan ver las reacciones del presidente Barack Obama y del primer ministro canadiense Stephen Harper, no le perdonan a Chávez, ni a la actual mayoría de los gobernantes de la región,
haber decidido crear la CELAC, donde están ausentes Estados Unidos y Canadá, dos países involucrados en el golpe de Estado contra el Presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya. Dos países que reconocieron inmediatamente el golpe de Estado contra el Presidente Lugo en Paraguay y que desde hace años juegan un papel en las intentonas subversivas y golpistas en Venezuela.
Por eso no extraña lo que expresaron ante la muerte del gran líder bolivariano: Barack Obama dijo que “en estos momentos de reto por la muerte del Presidente Hugo Chávez, Estados Unidos reafirma su apoyo al pueblo venezolano y su interés en desarrollar una relación constructiva con el gobierno de Venezuela. Con Venezuela comenzando un nuevo capítulo en su historia, Estados Unidos sigue comprometido a las políticas de promoción de los principios democráticos, la legalidad y el respeto de los derechos humanos”.
Sin empacho, el primer ministro canadiense Stephen Harper prácticamente “celebró la muerte” de Hugo Chávez, como señala la publicación The Canadian Progressive (1) a partir de la descripción que la agencia Canadian Press hace de la reacción del jefe de gobierno de Canadá: Harper solo tuvo palabras agradables para el pueblo venezolano que el carismático líder izquierdista ha dejado atrás. El primer ministro dijo que ofrecía sus “condolencias al pueblo de Venezuela” y que miraba hacia el futuro para “trabajar con el sucesor (de Chávez) y otros líderes en la región para construir un hemisferio más próspero, seguro y democrático”. Harper agregó que esperaba que la muerte de Chávez traería un futuro más promisorio para el pueblo de Venezuela: “En este momento clave, yo espero que el pueblo de Venezuela podrá ahora construir para sí mismo un mejor y más brillante futuro basado en los principios de libertad, democracia, la legalidad y el respeto de los derechos humanos”.
¿De qué hablan Harper y Obama cuando mencionan los principios de libertad, la democracia, la legalidad y el respeto de los derechos humanos?
No de lo que ambos practican en sus países. Para mantenerse en el gobierno el primer ministro Harper cerró el Parlamento cuando le convino y la democracia parlamentaria hace años que dejó de florecer en Ottawa. En cuanto a las elecciones, el Partido Conservador de Harper fue acusado –con pruebas- de graves ilegalidades en materia electoral para ganar en ciertos distritos durante las elecciones del 2011. En la cuestión de la legalidad e imputabilidad, y de respeto a los derechos humanos, los gobiernos de Harper constituyen ya los peores ejemplos de la historia contemporánea de Canadá.
Por eso ya podemos decir que Harper no representa a Canadá y menos aún a su pueblo.
¿Qué decir de &l
dquo;los principios democráticos, la legalidad y el respeto de los derechos humanos” que menciona el presidente Obama? No mucho, salvo que los principios democráticos solo existen para quienes tienen poder y mucho dinero. La legalidad también existe para proteger a los ricos, pero raras veces para los pobres y nunca para investigar los gigantescos fraudes bancarios que están pagando los contribuyentes. En materia de derechos humanos, qué se puede decir un Presidente que tiene y usa el poder de enviar a asesinar a ciudadanos estadounidenses y extranjeros en cualquier parte del mundo, que permite la represión de manifestaciones pacíficas en su propio país y tiene en su haber un enorme saldo de víctimas civiles en todos esos ataques, invasiones y guerras para apoderarse de recursos naturales en el Oriente Medio, en Asia y África.
La casi totalidad de gobiernos del mundo, todos los partidos progresistas y de izquierda, han dado muestras de respeto, dolor y solidaridad hacia Hugo Chávez, hacia el pueblo venezolano y su revolución. Canadá y Estados Unidos están más aislados que nunca, y todo esto constituye un buen homenaje a la obra del desaparecido comandante Hugo Chávez.
Todo este dolor y solidaridad deberán ser convertidas en fuerza para seguir luchando. Venezuela, su pueblo y su revolución no están solas.
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